Un verdadero artista responde cada noche a su vocación cuando durante el día se ve obligado a trabajar para sobrevivir. Lo demás son pretextos. Eso aprendí durante la entrevista/conversación con Javier Payeras. Una de esas charlas que te alimentan e inspiran. El artículo y las fotos fueron publicadas en la revista Avant, en febrero de 2013. Se las comparto a continuación.
«Hay días en los que el mundo se viene encima y las tragedias se cuentan por decenas. Los periódicos son el registro del desencanto. Las ganas de salir corriendo aumentan mientras que la confianza se agota. Justo cuando todo parece irse a pique, hay quienes escogen por apostarle a un estilo de vida menos derrotista. Ese es el caso de Javier Payeras, quien ha optado por pelear contra el desaliento. El campo de batalla se libra desde la literatura y la gestión cultural. Quizá para la mayoría de personas, esa lucha parezca ser una causa inútil.
Pero también se vale creer que la esperanza es lo último que se pierde. Durante una entrevista en un café ubicado a las inmediaciones del Centro Histórico, Payeras prefiere aferrarse a la posibilidad de ser un tragaluz en esta cotidianidad capitalina al citar a Woody Allen y creer que no todo el mundo se corrompe, pues hay que tenerle fe a la humanidad».
¿Quién dijo miedo? Este pasatiempo no es apto para cardíacos ni para los temerosos de las alturas. Desplazarse a través de cables de acero es algo que se dice fácil, pero que requiere valor para dar el paso y avanzar hacia el vacío. Bastan unos segundos para respirar profundo, colocarse en la posición adecuada e impulsar el cuerpo para llegar al otro extremo del tiro. Trata de no cerrar los ojos para no perderte ni un detalle del paseo, pues la emoción solo dura unos segundos. Si pestañeas en el camino, perdiste.
Hace algunas semanas tuve la oportunidad de practicar este deporte extremo y no me arrepiento. Debo confesar que sentí un poco de miedo porque recordaba mi anterior experiencia en Puenting y no fue muy agradable. Pero ambos deportes son diametralmente distintos entre sí.
Un tour de canopy es un paseo extremo por los árboles de un bosque o selva, mediante puentes colgantes, tirolesas, escalerillas y numerosas instalaciones que hacen de estos paseos una forma divertida, emocionante y segura de convivir con la naturaleza. También se le conoce como Tirolesa y está compuesta por una cuerda o cable de tensión en el que las personas se desplazan por medio de una polea. Los usuarios están sujetos a un arnés de cintura.
El puenting, en cambio, es un salto al vacío que ahora lo comparo con un suicidio o estar cerca a esos instantes. No me malentiendan, si hay algún lector que ame el puenting, está bien. Pero para mi, los segundos posteriores al salto y en los que la cuerda no te jala fueron eternos. Mi mente me engañó. Parecía que me acababa de tirar a la nada y ya no había vuelta atrás, ni nadie que me detuviera.
Justo cuando estaba arrepentidisima por haberme tirado, la cuerda dijo presente y ahora solo quedaba columpiarme de forma parabólica sobre la copa de los árboles que están en el barranco bajo el puente La Asunción, zona 5. Así fue en mi caso. Esta última parte fue la única que gocé pero llegué a la conclusión de que no vale la pena cuando el instinto de supervivencia ni te permite tirarte. A mi me debieron empujar. Me engañaron porque no me dejaron llegar al 3, sino que me aventaron cuando apenas iban por el 2. El aire se me atragantó en la garganta y no podía gritar ni nada. Más adelante, meditando sobre la experiencia, pedí perdón por haberme puesto en una situación como esa.
Pero regresando al Canopy, quiero añadir en este breve post que recomiendo la experiencia cuando se realiza en lugares con una infraestructura segura. La vida es un don tan chilero que no vale la pena andarla arriesgando solo porque sí. Los vídeos son del canopy que recién inauguraron en las instalaciones de Santo Domingo del Cerro. En Circo del aire hay dos circuitos. El corto se conforma por ocho tiros y el largo consta de 12 lanzamientos. Al final del viaje me entregaron un arbolito para que sembrarlo en casa o donarlo a Hotel Casa Santo Domingo para reforestar áreas verdes. Yo me lo llevé a casa.
Los horarios son de martes a domingo, de 9 a 16 horas. Por si se lo preguntan, las tarifas van desde US$25 en el recorrido corto y U$S35 por el de 12 tiros. Ahora bien, si son demasiado quisquillosos, pueden preguntarle a los dueños si su establecimiento sigue la normativa técnica (188-002). De acuerdo con la Asociación de Canopy de Guatemala, esta norma es importante para regular su funcionamiento, mantenimiento y operatividad.
En nuestro país hay varias opciones para practicarlo. Si no quieres irte muy lejos, puedes probar en Cayalá, zona 16, o en Xpark, zona 13. En Antigua Guatemala puedes encontrar la adrenalina en Finca Filadelfia. El Parque Nacional Calderas, a pocos minutos de las faldas del volcán Pacaya, también es una buena opción para hacer un poco de turismo interno.
Recuerda vestir ropa cómoda con un pantalón corto o largo, una camiseta, zapatos deportivos. Evita los tacones y el calzado que pueda salir volando por los aires. En época de lluvias utiliza una capa impermeable. Porta contigo una bolsa para la cámara, una mochila pequeña o una bolsa canguro para que puedas usar tus manos en todo momento. Lleva el pelo recogido para que no se enrede cuando estés practicando el Canopy.
El primer vídeo del post fue grabado por Nelo (¡Gracias!) y este otro lo tomé yo con una aplicación del celular.
Ella tiene 22 años y sueña con poderse inscribir en la universidad para estudiar un profesorado. Quiere reunirse con un familiar en Estados Unidos pero sus padres no le han dado permiso porque es mujer. Las demás chicas de su edad invierten su tiempo en los telares artesanales de la región y en unos talleres impartidos por la Asociación Paz Joven Guatemala. Gracias a estos encuentros ellas se han familiarizado con los conceptos de enfoque de género y la lucha por la no violencia contra la mujer.
Fue gracias a esta organización que conocí a Cata, pues en noviembre tuve la oportunidad de impartir un taller sobre la Comunicación Comunitaria y la Radio. En esa oportunidad me enfrenté a un grupo de mujeres deseosas por aprender pero demasiado tímidas para preguntar. Ella fue la única que no se quedó callada. Tenía la mirada de esas personas que meditan la información que reciben para luego lanzar una pregunta al aire. Sus inquietudes iban enfocadas al desarrollo de la comunidad. Le inquietaba la idea de hacer un programa en el que se le enseñara a la población a hablar español, pues su idioma nativo es el Quiché.
Decidí dedicarle un post porque me enseñó a abrir más los ojos. Verán, el problema de ser una mujer originaria del área urbana, es que ese entorno puede encapsularte en una burbuja. Sabemos que hay otras poblaciones y que Sololá es el departamento donde está el lago Atitlán o que en Panajachel y San Pedro la Laguna son los mejores lugares para ir de vacaciones. Pero muy pocas veces amplíamos la burbuja hacia las realidades paralelas. La de Cata es la de una nueva generación de mujeres que cobra más conciencia sobre sus derechos. Que quiere replicar sus conocimientos en un pueblo donde los varones se dedican a la agricultura o emigran en búsqueda del sueño americano. Su hermano es un agente de la policía que vive en la capital y además es el orgulloso dueño de una tortillería. Su familia es integrada por 9 personas y dos de ellos viven en Estados Unidos. Es gracias a las remesas que puede atreverse a soñar con un título universitario y que puede darse el lujo de desatender los telares de su madre para dedicarle un día al taller de comunicación.
El día que conocí Nahualá fue uno como cualquier otro. El pueblo se alistaba para la feria local. Los trabajadores municipales remozaban el parque y los más jóvenes se paseaban como fantasmas alcoholizados por todo el pueblo. Aquí los tumulos son del tamaño del mundo pero las jóvenes como Cata van más allá. No sé si logró inscribirse en la universidad o si logró convencer a sus padres para que la dejaran viajar con un coyote. De lo que sí estoy segura es que mujeres como ella son las que construyen un mejor futuro si cuentan con las herramientas necesarias. Y por eso la coloco en mi galería de los Extraños.
Las persianas de los locales comerciales están abajo. Los peatones caminan presurosos para tomar las últimas camionetas que los alejarán del centro y los acercarán a casa. Mientras todo esto sucede, yo me dispongo a cenar junto a un par de amigos en uno de los restaurantes del sector. Escogemos uno con un balcón hacia la avenida para observar a la gente que pasa caminando. Lo usual al seleccionar sitios como este es que los comerciantes informales se acerquen a vender tarjetas, diademas, artesanías y cualquier otro accesorio. Así que no es de extrañar que algunas personas nos ofrezcan artículos que rechazamos con un amable no, gracias. Uno de los vendedores que se acerca a nosotros es Emanuel, quien llama mi atención por el respeto con el que se dirige a cada interlocutor. Podría asegurar que hay un dejo de timidez en el tono de su voz. Nos muestra un gafete de identificación y un repertorio de tarjetas coloridas con leyendas cursis. Emanuel nos relata que es VIH positivo. Su misión nocturna es recaudar dinero para apoyar al mantenimiento de operaciones del Hospicio San José, un establecimiento donde se atiende a niños y adultos VIH positivo. Le compramos un par de tarjetas y es entonces cuando me animo a solicitarle cinco minutos de su tiempo para tomar una fotografía. Durante la sesión, me comenta que aún le falta pasar a otros restaurantes porque no ha llegado a la meta del día en ventas. El viento frío sopla sin piedad por las cuadras de una ciudad que poco a poco se queda vacía. Los únicos rincones alegres son aquellos donde la fiesta apenas inicia. Es ahí donde Emanuel se acercará con una mirada tímida para ofrecerle tarjetas a los parranderos empedernidos.
Pd. La fotografía fue tomada en marzo de 2012 y escribo este post el 01 de diciembre. Hoy es el Día Internacional de la Lucha contra el VIH-Sida, por lo que creo que también es un post oportuno para recordar que las cifras en Guatemala son alarmantes. La desinformación en las áreas rurales es alta y nosotros podemos marcar la diferencia al informar, educar y prevenir. También considero oportuno dejar a un lado los estigmas y dejar de discriminar a los pacientes con VIH positivo.
La luz de las diez de la mañana se confunde con la iluminación de las lámparas de Starbucks. El lugar es un búnker aislado del típico bullicio capitalino. Las ideas parecen estar suspendidas. Duermen durante un día cualquiera. Olga permanece ajena a las señales mudas que hacen los policías de tránsito del otro lado de la ventana. Prefiere hojear el periódico y perderse entre las noticias. Al observarla detenidamente, cualquiera podría darse cuenta que no es ajena a la información que recibe en cada página. Aunque su rostro permanece serio y distante, su mirada transmite tristeza. Hay una taza de café en la esquina de la mesa que aún no ha sido probado.
La energía de los meseros podría contagiar a cualquiera de entusiasmo. Sin embargo, Olga es inmune a cualquier distracción. La seriedad con la que gobierna su metro cuadrado llama mi atención desde el primer instante. Decido contrarrestar mis nervios y acercarme para preguntarle si puedo tomar su retrato. Pareciera como si despertara de un largo sueño y apenas me pone atención. No conversamos mucho, por lo que la sesión es breve y algo accidentada. Recordemos que esta es la segunda fotografía que le tomo a una persona extraña, por lo que debo parecer profesional aunque por dentro los nervios ganan la batalla poco a poco. Transcurren cinco minutos desde mi primer acercamiento. Le agradezco por haber accedido a ser la Extraña 02 en este proyecto. Se voltea para seguir leyendo el periódico y yo me marcho con la captura de la tristeza de Olga, la lectora en la cafetería.
Noviembre empezó para a las seis de la mañana del sábado. Aprovecharía para retomar una olvidada costumbre familiar, que consistía en acompañar a mi abuelita Leonor, a su hermana Mari y a mi papá a adornar las tumbas de los parientes que se nos han adelantado en el último viaje. Recuerdo que hace varios años le ayudaba a mi abuela a hacer coronitas con flores de plástico que luego decorarían el cementerio. Ahí escuchaba con la fascinación de una nena todas las historias que ella guarda en su memoria sobre su abuela, mamá, hermanos e hija. Todo esto lo relataba mientras limpiaba las lápidas y unos mariachis cantaban «Amor eterno» por vigésima vez.
En honor a esas memorias decidí levantarme temprano. Tenía una cita con mi infancia y las visitas del primero de noviembre. La realidad me mostró que las cosas han cambiado y si bien, las tumbas siguen siendo adornadas, ahora es al ritmo de cumbias y un Arjona que grita desde las bocinas de un puesto de cd´s piratas.
La primer parada fue en el Cementerio General. Llegamos a eso de las nueve de la mañana. El recuerdo en el que me quedaba atrapada entre las piernas de señoras enormes y sus canastos se disipó rápidamente. La entrada no estaba a reventar y logré pasar sin complicaciones. Ya estaba lo suficientemente grande como para que papá sostuvieron mi mano para que no me perdiera entre la multitud. Heché de manos esa sensación de seguridad, la cual no pudo ser reemplazada por los agentes de la Policía Nacional Civil. Después de tantos mitos urbanos y relatos verídicos sobre ellos, ya no se puede confiar en ninguno y mucho menos en decenas de jovencitos que más parecían sacados de la Academia para ir a hacer unas prácticas policiales.
El viento se colaba por los agujeros de mi suéter tejido por alguna máquina en una fábrica cualquiera. Mi abuelita caminaba algunos metros detrás mío. A su ritmo. Con ese andar tan sin pena y tan anciano. Platicaba con su hermana sobre los precios de las verduras o lo caro que está el pasaje de las camionetas de San Miguel Petapa. Mi ocio se entretenía tomando algunas fotografías a los panteones y bromeando con mi papá de vez en cuando. No paso suficiente tiempo con él. Quizá fue por eso que esta visita a su lado me gustó mucho.
Mi abuela detuvo su marcha para internarse por una vereda e ir a saludar a sus hermanos y a su abuelita «Mamaíta». El Comandante Efigenio recibe el primer saludo. El hermano que murió por su ideal el 7 de septiembre de 1968. Mi papá se dispuso a colocar las coronitas y las flores que compramos en la entrada. Yo me sumergí en cavilaciones y por momentos también quedé vulnerable a tus recuerdos. Mi daydreaming fue interrumpido por un trovador que se acercó a nosotros para ofrecernos su repertorio de canciones, con las cuales podríamos saludar a los familiares. No gracias. En realidad, el presupuesto no es tan amplio como para costearnos una serenata. El trovador siguió su rumbo por el panteón. Al igual que los jardineros ambulantes y demás vendedores, tan sólo buscan una forma de ganarse la vida.
Este año el itinerario fue más corto porque los nichos quedaron fuera del plan. La hermana de mi papá fue trasladada al Cementerio de Las Flores. Antes de pasar frente a más vendedores y abandonar la primera parada, dejé entre los panteones un poco de mi amor hacia ti. «Todo se transforma», me dijo una amiga días antes. Por primera vez, la idea se dibuja tan exacta en mi mente. Tan cierta.
En el camino hacia el carro, mi papá compró más flores para llevar a Las Flores. Inserte aquí sonrisa pícara al jugar con las palabras. El desvelo del día anterior marcó su tarjeta de asistencia mientras nos trasladabamos hacia Mixco. Me gusta soñar sobre ruedas pero papá tiene esta manía de interrumpir el sueño cuando vas como copiloto. No tuve tanto tiempo para refugiarme en sueños.
Las imágenes entre cada camposanto son contrastantes. No me refiero a la pobreza o al estado de cada panteón. Es algo más. Quizá son los barriletes que volaban a mi alrededor o una sensación de paz que poco a poco fue embargándome al alejarme de ti.
Aquí yacen mi bisabuela Concepción Chavarria de Lemus, mi tío político Rodrigo Monzón y una tía bebé Estela Lemus. De nuevo mi papá siguió con especial esmero las instrucciones de su mamá y su tía. Su deber era adornar correctamente cada tumba. Observando mi entorno, llegaban a mi otros recuerdos de cuando solíamos visitar este cementerio junto a mis otros abuelitos. La atracción mayor del lugar era ver a los peces, pavos reales y, si mi memoria no me engaña, unos cisnes. El sábado casi nadie le puso atención a la fauna que estaba alrededor del estanque. Era más entretenido volar barriletes. Y cómo no, si el viento también quería jugar con ellos. Creo que si me hubiera dejado, hubiera podido también irme volando. Me faltaba la sombrilla pero tal vez si me colgaba de un barrilete entonces podría elevarme del suelo y… Preferí no ilusionarme tanto, contestar la llamada en mi celular y en cierta forma, aferrarme a este cable a tierra.
Frente a Estela, mi abuela vuelve a contar que ese nombre nunca le gustó pero que mi abuelito se adelantó al irla a inscribir al registro civil y, como a él sí le gustaba Estela, aprovechó la ausencia materna. Mi tía murió al poco tiempo de nacer, es un angelito.
La visita a los camposantos estaba por terminar. Mi tía abuela Mari bromeba conmigo porque mi papá iba manejando mi carro. Había llegado la mitad de la jornada porque luego iría a reunirme con la familia de mi mamá para celebrar el cumpleaños 69 de mi abuelo «Papá Rodolfo», a la vez que saborearía el fiambre de mi abuela Isabel.
En el inconsciente continuaba creciendo una extraña sensación de sosiego y gozo. Es similar a los momentos en que sentís que el pecho está a punto de estallar. Una alegría intensa podría rebalsarte. Sólo me he sentido así en retiros o en la misa, cuando es la Consagración. Entonces, escucho una suave voz; quizá un presentimiento: Todo estará bien… No estás sola.