Cuentos

El día que cantó el jilguero

Tenía
unos colmillos tan blancos, que su brillo era capaz de deslumbrar la vista de
los presentes. Contrario a lo que pudieron haber pensado, este elefante no era
la imagen viva de la pesadez y la torpeza. Sobre sus robustas y pesadas patas
parecía descansar el ojo del universo. Se movía con gracia por la grama, tal y
como lo hace un equilibrista cuando quiere llegar al otro lado de la carpa.


Cuatro
niños, que estaban entretenidos jugando al fútbol, detuvieron su carrera al
escuchar que las ramas se quebraban bajo las patas de una masa gris que poco a
poco, comenzó a tomar forma frente a ellos. Avanzaba despacio. Si no se
hubieran entretenido en el aleteo de las orejas y en el péndulo que dibujaba
con su trompa, también habrían notado la delgada línea carmesí que fluía detrás
de su oreja. No pasaron muchos minutos antes de que cambiaran la pelota por la
cola del elefante, y hubieran sumado más de veintiún saltos, si su mamá no se
hubiera asomado por la ventana para vigilarlos.

Supusieron
que debió haber escapado de un circo ubicado en algún poblado próximo. El padre
sugirió encender la radio para escuchar si el noticiero matutino mencionaba la
fuga del elefante. La madre tomó su bolso y salió rumbo a la plaza para comprar
los periódicos del día y revisar la cartelera municipal. Quizá el dueño del
paquidermo ya había notado la ausencia del animal y las autoridades locales
montaron un operativo de búsqueda.

Marta
se acercó con disimulo a la plaza para escuchar si pescaba algún comentario que
volara despreocupado hacia su banca. Todo fue en vano. Ninguno tenía relación
con el mayor de los terrestres que hace poco estaba jugando a la cuerda con los
niños. Mientras tanto, su esposo recordó que este tipo de animales se alimenta
de vegetales, por lo que buscó en la cocina todas las opciones que pudieran
satisfacer el apetito del huésped.

Marta
regresó a casa sin ninguna novedad y, al preguntarle a Daniel si había
escuchado alguna noticia por la radio, ambos acariciaron la posibilidad de
adoptar al animal. Había algo de hermoso en la manera en la que sus hijos
jugaban con él. Míralo como se deja acariciar y hasta parece sonreír cuando el
jilguero revolotea cerca. El acuerdo fue tácito entre ambos. Mantendrían en
secreto esta visita por el tiempo que fuera necesario y no dejarían que nadie
perturbara este momento de inesperada felicidad.

El
elefante llevaba sobre su cabeza una piedra preciosa que encerraba el principio
y el fin de todo cuanto había sido creado. La familia que vivía en la última
casa del bulevar solo podía pensar en que el cielo debía haberlos bendecido y,
como cosa rara, el jilguero volvió a cantar aquella mañana. La identidad del
visitante dejó de ser un secreto cuando el más pequeño de los niños se tiró a
su pata derecha para abrazarlo y gritarle: -¡Gaja!-. No cabía la menor duda.
Ese era el nombre de aquel animal capaz de tejer nubes y soplar burbujas.
Ninguna
flor sobrevivió a sus pasos, que además, eran cada vez más lentos y
lastimeros. Tras observarlo con detenimiento, notaron heridas en su piel y
supusieron que debía haber participado en una gran pelea. Si escuchaban con
atención, era posible distinguir un suave quejido que se escapaba con cada
exhalación. Marta acariciaba el enorme vientre de Gaja mientras aplicaba una
compresa fría para detener su fiebre.

Pero
importaba poco que las margaritas ahora fueran una alfombra despenicada por el
suelo. Desde ese jardín se podía ejercer el dominio del mundo terreno y eso
había que celebrarlo. Marta fue a cambiarse el vestido de diario y raído por
uno de gala que tenía escondido en el último rincón de su armario. Decidió
recogerse el cabello para que sus labios rojos pudieran lucirse como no lo
habían hecho durante muchos años. Por su parte, el padre rescató el tacuche
heredado de su abuelo y se perfumó para ser el anfitrión de una cena que
parecía haber sido pactada desde años atrás. Los niños se sacudieron la tierra
que tenían prendida en las rodillas por tanto jugar y se vistieron con los
pantalones reservados para la misa dominical.

Mientras
tanto, Gaja se acomodó en el centro del jardín para observar las estrellas que
conseguían brillar a pesar de la luna llena. Después se entretuvo contando las
grietas en las paredes y cortando ramas de los aguacatales. Un grupo de
luciérnagas acordó quedarse durante unos momentos para observar a aquel animal
que con su trompa elevaba las ramas y las agitaba suavemente como si dirigiera
una plegaria. Cuando la familia regresó, se encontró con una hoguera que
escupía sombras en la pared.

Gaja
trajo consigo el comienzo y el fin de todo cuanto había sido creado. Cerca de él
todo parecía renovado y las fisuras en los muros de la casa parecían haber
desaparecido. Si tan solo fuera pudieran saborear un poco más de ese magnetismo.
Con tan solo estirar un poco su trompa, era capaz de alcanzar todas las
riquezas. Necesitaba recuperarse para ganar un poco más de energías y seguir su
camino.

Mientras
Daniel lo observaba jugando con los niños y provocando sonrisas en su esposa,
empezó a soñar con el secreto que Gaja guardaba en ese diamante. Si lograra ver
a través de él, seguramente sería capaz de desentrañar todos los misterios del
universo.  Pero no podía hacerlo solo. En
esta fiesta todos parecían estar del lado de Gaja y si atacaba en este momento,
únicamente recibiría el rechazo de su familia.

Tomó
una astilla que guardaba en una pequeña caja y con mucho cuidado se dirigió
hacia su esposa para abrazarla. Me picó una hormiga, pensó ella. Y le devolvió
el abrazo a su marido, quien aprovechó para susurrarle algo al oído. Ahora ella
también deseaba ver el mundo a través de ese diamante y empezó a odiar la idea
de despertar en una casa a punto de ser derrumbada por los acreedores. Esperó
hasta que la última chispa de la fogata se apagara. Las sombras se diluían
mientras los niños soñaban con un elefante que los columpiaba cada tarde. Gaja
se había quedado solo.  

Ningún
vecino hubiera podido creer que detrás de esos muros habitaba un elefante y
mucho menos habría sido capaz de identificar la casa donde hasta hace unas
horas vivía la familia más pobre del barrio. Gaja trajo consigo un resplandor
que pasó desapercibido durante el día pero que fue imposible de ignorar al caer
la noche.

Primero,
fueron los niños quienes corrieron colina abajo para descubrir cuál era aquel
objeto que brillaba más que la luna. La voz de alerta fue dada por las mujeres
del pueblo cuando encontraron las camas vacías y los hombres las siguieron
preocupados por las calles del pueblo. Sin haberse puesto de acuerdo, todos
descubrieron que detrás de esa puerta se escondía un elefante capaz de tejer
nubes y que custodiaba todo cuanto había sido creado.

Era
un brillo tan intenso e hipnótico, que todos querían probar un poco de la
belleza que irradiaba aquel animal, pues hechos como este solo podían confirmar
que debían ser los habitantes del pueblo más afortunado del mundo. Para cuando
Daniel y Marta regresaron al jardín, el secreto de Gaja ya no podía ser
guardado. Sus vecinos reclamaban ser parte del acontecimiento e incluso
sugirieron que interviniera el alcalde para coordinar los días que el elefante
podría permanecer en cada jardín. El caos iba cada vez en ascenso y, aunque
Daniel y Marta trataban de defender a aquel trozo de universo contenido en el
lomo del elefante, nada parecía surtir efecto.

Los
niños corrían alrededor de Gaja. Las mujeres soñaban con todas las joyas en las
que ese diamante podría convertirse y los hombres trataban de recordar si
alguna noticia informaba sobre la desaparición de un elefante. Fue hasta
después de la media noche que Marta logró convencer a sus vecinos de que lo
mejor era que cada quien regresara a su casa y que reanudarían el asunto el día
siguiente con la mediación del alcalde. Luego dejó que Daniel se adelantara a
la habitación y ella retomó las compresas frías para verificar si la fiebre
había cedido.

Gaja
se mostraba agotado. Una cosa es jugar a la cuerda con cuatro niños y otra muy
distinta es entretener a todo un pueblo. Quizá fue por eso que no reparó en que
Marta llevaba consigo un cuchillo debajo de la compresa fría. Tal vez pensó que
lo cuidaría, tal y como lo había hecho desde su llegada, y que él podría seguir
pagando esas atenciones con la prosperidad que transformaría a la familia.

Fue
como un pellizco. Marta no quería matarlo. Simplemente anhelaba ser la única
dueña del diamante. Quienes sobrevivieron a la explosión, cuentan que cuando
Marta intentó desprender la joya, el elefante despertó y su dolor fue tan
fuerte que el grito despertó a quienes vivían en los poblados aledaños. El
resto fue silencio. Luego brilló el cielo en el corazón del viento. Amanecieron
jacarandas y margaritas que nunca se marchitan.

Cuando
los viajeros pierden su camino atraídos por el canto del jilguero, los ancianos
suelen orientarlos para encontrar una nueva ruta que incluya la casa que alguna
vez fue la más afortunada del barrio. Sus ojos brillan al recordar esa misma
casa por donde caminó Gaja, el elefante capaz de hilar las nubes, soplar
burbujas y de custodiar el universo entero sobre su lomo. 


Por Lucía León

Imagen de Pinterest. http://sillierthansally.blogspot.com.au/2014/01/african-animal-art.html
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