crónica

Windy and sweet November


Noviembre empezó para a las seis de la mañana del sábado. Aprovecharía para retomar una olvidada costumbre familiar, que consistía en acompañar a mi abuelita Leonor, a su hermana Mari y a mi papá a adornar las tumbas de los parientes que se nos han adelantado en el último viaje. Recuerdo que hace varios años le ayudaba a mi abuela a hacer coronitas con flores de plástico que luego decorarían el cementerio. Ahí escuchaba con la fascinación de una nena todas las historias que ella guarda en su memoria sobre su abuela, mamá, hermanos e hija. Todo esto lo relataba mientras limpiaba las lápidas y unos mariachis cantaban “Amor eterno” por vigésima vez.

En honor a esas memorias decidí levantarme temprano. Tenía una cita con mi infancia y las visitas del primero de noviembre. La realidad me mostró que las cosas han cambiado y si bien, las tumbas siguen siendo adornadas, ahora es al ritmo de cumbias y un Arjona que grita desde las bocinas de un puesto de cd´s piratas.

La primer parada fue en el Cementerio General. Llegamos a eso de las nueve de la mañana. El recuerdo en el que me quedaba atrapada entre las piernas de señoras enormes y sus canastos se disipó rápidamente. La entrada no estaba a reventar y logré pasar sin complicaciones. Ya estaba lo suficientemente grande como para que papá sostuvieron mi mano para que no me perdiera entre la multitud. Heché de manos esa sensación de seguridad, la cual no pudo ser reemplazada por los agentes de la Policía Nacional Civil. Después de tantos mitos urbanos y relatos verídicos sobre ellos, ya no se puede confiar en ninguno y mucho menos en decenas de jovencitos que más parecían sacados de la Academia para ir a hacer unas prácticas policiales.

El viento se colaba por los agujeros de mi suéter tejido por alguna máquina en una fábrica cualquiera. Mi abuelita caminaba algunos metros detrás mío. A su ritmo. Con ese andar tan sin pena y tan anciano. Platicaba con su hermana sobre los precios de las verduras o lo caro que está el pasaje de las camionetas de San Miguel Petapa. Mi ocio se entretenía tomando algunas fotografías a los panteones y bromeando con mi papá de vez en cuando. No paso suficiente tiempo con él. Quizá fue por eso que esta visita a su lado me gustó mucho.

Mi abuela detuvo su marcha para internarse por una vereda e ir a saludar a sus hermanos y a su abuelita “Mamaíta”. El Comandante Efigenio recibe el primer saludo. El hermano que murió por su ideal el 7 de septiembre de 1968. Mi papá se dispuso a colocar las coronitas y las flores que compramos en la entrada. Yo me sumergí en cavilaciones y por momentos también quedé vulnerable a tus recuerdos. Mi daydreaming fue interrumpido por un trovador que se acercó a nosotros para ofrecernos su repertorio de canciones, con las cuales podríamos saludar a los familiares. No gracias. En realidad, el presupuesto no es tan amplio como para costearnos una serenata. El trovador siguió su rumbo por el panteón. Al igual que los jardineros ambulantes y demás vendedores, tan sólo buscan una forma de ganarse la vida.

Este año el itinerario fue más corto porque los nichos quedaron fuera del plan. La hermana de mi papá fue trasladada al Cementerio de Las Flores. Antes de pasar frente a más vendedores y abandonar la primera parada, dejé entre los panteones un poco de mi amor hacia ti. “Todo se transforma”, me dijo una amiga días antes. Por primera vez, la idea se dibuja tan exacta en mi mente. Tan cierta.

En el camino hacia el carro, mi papá compró más flores para llevar a Las Flores. Inserte aquí sonrisa pícara al jugar con las palabras. El desvelo del día anterior marcó su tarjeta de asistencia mientras nos trasladabamos hacia Mixco. Me gusta soñar sobre ruedas pero papá tiene esta manía de interrumpir el sueño cuando vas como copiloto. No tuve tanto tiempo para refugiarme en sueños.
Las imágenes entre cada camposanto son contrastantes. No me refiero a la pobreza o al estado de cada panteón. Es algo más. Quizá son los barriletes que volaban a mi alrededor o una sensación de paz que poco a poco fue embargándome al alejarme de ti.
Aquí yacen mi bisabuela Concepción Chavarria de Lemus, mi tío político Rodrigo Monzón y una tía bebé Estela Lemus. De nuevo mi papá siguió con especial esmero las instrucciones de su mamá y su tía. Su deber era adornar correctamente cada tumba. Observando mi entorno, llegaban a mi otros recuerdos de cuando solíamos visitar este cementerio junto a mis otros abuelitos. La atracción mayor del lugar era ver a los peces, pavos reales y, si mi memoria no me engaña, unos cisnes. El sábado casi nadie le puso atención a la fauna que estaba alrededor del estanque. Era más entretenido volar barriletes. Y cómo no, si el viento también quería jugar con ellos. Creo que si me hubiera dejado, hubiera podido también irme volando. Me faltaba la sombrilla pero tal vez si me colgaba de un barrilete entonces podría elevarme del suelo y… Preferí no ilusionarme tanto, contestar la llamada en mi celular y en cierta forma, aferrarme a este cable a tierra.


Frente a Estela, mi abuela vuelve a contar que ese nombre nunca le gustó pero que mi abuelito se adelantó al irla a inscribir al registro civil y, como a él sí le gustaba Estela, aprovechó la ausencia materna. Mi tía murió al poco tiempo de nacer, es un angelito.
La visita a los camposantos estaba por terminar. Mi tía abuela Mari bromeba conmigo porque mi papá iba manejando mi carro. Había llegado la mitad de la jornada porque luego iría a reunirme con la familia de mi mamá para celebrar el cumpleaños 69 de mi abuelo “Papá Rodolfo”, a la vez que saborearía el fiambre de mi abuela Isabel.

En el inconsciente continuaba creciendo una extraña sensación de sosiego y gozo. Es similar a los momentos en que sentís que el pecho está a punto de estallar. Una alegría intensa podría rebalsarte. Sólo me he sentido así en retiros o en la misa, cuando es la Consagración. Entonces, escucho una suave voz; quizá un presentimiento: Todo estará bien… No estás sola.

Una sonrisa se volvió a dibujar en mi rostro.


Fotos: Lunakam.
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