Cuentos

Con un jugador extra en la banqueta


¿Has sentido como a veces hay alguien que te acompaña a donde sea que vayas? ¿Has volteado a ver hacia un punto específico para saludar a un viejo amigo o retomar alguna conversación? Pues el otro día me reuní con una amiga mía a tomar un café. Antes de empezar con su relato, me pidió encarecidamente que no la considerara esquizofrénica o una loca empedernida. Le prometí que jamás podría pensar algo parecido y tome el primer sorbo de la taza.

Desde pequeña siempre imaginaba que una pequeña niña patinaba a su lado en el bus del colegio. Saltaba por las copas de los árboles para luego continuar el camino por calles y avenidas. Quizá era su inventiva la que le hacía ubicar a jugadoras extra en el partido.

Luego pasaron los años y una tarde ella estaba sentada en un amplio jardín. Trataba de concentrarse en unas oraciones, cuando de repente, alguien se sentó a su derecha. En vez de asustarse ante la presencia de esa persona, sintió que un amigo vestido de blanco llegaba a saludarla. Poco a poco entablaron una larga conversación, de la que ahora recuerda pocos detalles. “¿Ves esa hoja que cayó sobre el suelo? Pues yo ya sabía que caería antes de que lo hiciera. Nada pasa sin que yo lo sepa, por lo que no debes tener miedo. Siempre estaré ahí”. Esa es la única certeza que ella mantiene en su mente.

Una voz femenina le recordó que era momento de regresar a las actividades del retiro religioso y reunirse con las demás compañeras del colegio en un salón. Se puso de pie y empezó a caminar junto a ese viejo amigo. Él caminó hacia otro lado cuando ella se reunió con sus amigas. Sentía una energía en su pecho que la hacía respirar cada vez más rápido. Le parecía que en cada inhalación, su ser iba a explotar. Había algo que la llenaba a más no poder. Un poco confundida, se formó junto a las demás estudiantes y observó un animalito que volaba en el centro. La maestra le preguntó qué era lo que le pasaba pero un torrente de lágrimas interrumpió la primera frase. No eran lágrimas de tristeza, pues sentía alegría al compartir la experiencia que acababa de tener.

Hubo algo que cambió para siempre a partir de ese momento. Con el paso de los años, ella se sorprendía conversando con alguien que se presentaba a su derecha. Incluso podía reírse con su interlocutor. En varias ocasiones escuchó algunos regaños o llamados de atención para mejorar su comportamiento.

Llamé al mesero para que me trajera otra taza de café y le pedí a mi amiga que siguiera con el relato. Nunca antes me había compartido una historia similar, por lo que mi interés aumentaba con cada palabra. Ella proseguía con las anécdotas con una tranquila sonrisa.

Una de las ocasiones que recuerda haberse sentido acompañada, fue durante el descenso de un volcán por la noche. Debido a su poca condición física, ella había quedado rezagada en el camino. En voz baja elevaba algunas plegarias al cielo para sentirse más calmada. La improvisación había provocado que se encontrara en pleno volcán sin linternas o abrigo adecuado. Mientras iluminaba sus pasos con la tenue luz de un teléfono celular, percibió que alguien más se sumaba a la marcha. Ella hasta le reclamó su tardanza y le comentó lo difícil que había sido para ella avanzar en ese reto. Rieron un poco, observaron las estrellas y se sintió abrazada.

Pero la travesía apenas empezaba y después de varios sentones, sus tres amigos y ella al fin llegaron a la carretera. Alguien les informó que a esa hora ya no pasaba ninguna camioneta por el lugar. Por supuesto que le reclamé por no haberme invitado a escalar hasta la laguna de Chicabal en Quetzaltenango y le regañé por no haber calculado el tiempo necesario para tal hazaña. Era momento de pedir otro postre y cambiar el café por un chocolate caliente. La corriente fría del día nos abrazó cuando un comensal abrió la puerta del restaurante.

Las piernas le temblaban al reiniciar la caminata por la autopista a kilómetros de su casa, en la capital. Unos muchachos pasaron a su lado y les aconsejaron buscar un bus o caminar más rápido porque por la noche, los aldeanos desconfiaban de cualquiera que pasara caminando por ahí. A los pocos minutos, pasó un microbús que les ofreció un aventón y gracias a ello pudieron avanzar un tramo. Al bajarse, le hicieron señales a otro bus que pasó pero el piloto no quiso detenerse. Un poco desesperanzados, observaron a unos bolitos que se acercaban hacia donde ellos esperaban. Al mismo tiempo se asomó un pick up blanco que detuvo la marcha. Un señor bajó la ventanilla para preguntarle a ella y sus amigos si necesitaban ayuda. Fue así como se acomodaron en un pequeño sillón, junto a una familia que los llevó sanos y salvos hacia la cabecera de aquel departamento.

Ya emocionada con lo que ella me contaba, le pedí que me compartiera otra anécdota. Pero esa fue la más clara que recordaba. Al ver la hora, nos percatamos de lo tarde que era. Pedimos la cuenta y empezamos a despedirnos. Me comentó que el resto de ocasiones simplemente percibe a un copiloto mientras conduce el automóvil o un compañero que escucha sus divagaciones cuando camina por la calle. A veces, toma el café con ella en la terraza del edificio donde trabaja. Es cómplice de sus ocurrencias y también le jala las orejas de vez en cuando. Nunca escucha voces. Pero sí distingue ideas o tiene la noción de encontrarse con un viejo amigo que siempre tiene la palabra exacta para cada situación. Sólo es cuestión de poner atención y saber escuchar.

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